Cristo, el gran Profeta, que por el testimonio de su vida y por la virtud de su palabra proclamó el Reino del Padre, cumple su misión profética hasta la plena manifestación de la gloria, no sólo a través de la jerarquía, que enseña en su nombre y con su potestad, sino también por medio de los laicos, a quienes por ello, constituye en testigos y les ilumina con el sentido de la fe y la gracia de la palabra (cf. Act 2,17-18; Ap 19,10) para que la virtud del Evangelio brille en la vida cotidiana familiar y social. Ellos se muestran como hijos de la promesa cuando fuertes en la fe y la esperanza aprovechan el tiempo presente (cf. Ef 5,16; Col 4,5) y esperan con paciencia la gloria futura (cf. Rom 8,25). Pero que no escondan esta esperanza en la interioridad del alma, sino manifiéstenla en diálogo continuo y en el forcejeo "con los espíritus malignos" (Ef 6,12), incluso a través de las estructuras de la vida secular.
Así como los sacramentos de la Nueva Ley, con los que se nutre la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva (cf. Ap 21,1), así los laicos, se hacen valiosos pregoneros de la fe y de las cosas que esperamos (cf. Hebr 11,1), así asocian, sin desmayo, la profesión de fe con la vida de fe. Esta evangelización, es decir, el mensaje de Cristo, pregonado con el testimonio de la vida y de la palabra, adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo. En este quehacer es de gran valor aquel estado de vida que está santificado por un especial sacramento, es decir, la vida matrimonial y familiar. Aquí se encuentra un ejercicio y una hermosa escuela para el apostolado de los laicos cuando la religión cristiana penetra toda institución de la vida y la transforma más cada día. Aquí los cónyuges tienen su propia vocación para que ellos, entre sí, y sus hijos, sean testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama muy alto tanto las presentes virtudes del Reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada. Y así, con su ejemplo y testimonio, arguye al mundo el pecado e ilumina a los que buscan la verdad.
Por tanto, los laicos, también cuando se ocupan de las cosas temporales, pueden y deben realizar una acción preciosa en orden a la evangelización del mundo. Porque si bien algunos de entre ellos, al faltar los sagrados ministros o estar impedidos éstos en caso de persecución, les suplen en determinados oficios sagrados en la medida de sus facultades, y aunque muchos de ellos consumen todas sus energías en el trabajo apostólico, conviene, sin embargo, que todos cooperen a la dilatación e incremento del Reino de Cristo en el mundo. Por ello, trabajen los laicos celosamente por conocer más profundamente la verdad revelada e impetren insistentemente de Dios el don de la sabiduría.
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